El año 2024 pasará a la historia como el año en que nuestro fundador José Allamano fue canonizado. Es un gran hito en nuestra historia y debemos estar orgullosos de haber vivido esta experiencia.
Por Jonah Makau *
La canonización de Allamano puso fin a un largo y arduo proceso, que comenzó en 1944, tras el Capítulo General de 1939, que decidió por unanimidad iniciar la causa de beatificación. Desde entonces hasta el momento de la canonización, todo el proceso pasó por las manos de cinco postuladores.
La causa fue iniciada en 1944 por el P. Giacomo Fissore y a lo largo de las décadas pasó por las hábiles manos de P. Gottardo Pasqualetti, P. Francesco Pavese, P. Pietro Trabucco y P. Giacomo Mazzotti. El proceso concluyó el año pasado, durante el «reinado» del P. Giacomo Mazzotti como postulador. Así pues, Giuseppe Allamano ha tardado 80 años en convertirse en santo, gracias a la colaboración de nuestros misioneros, a las oraciones del pueblo de Dios y al valioso trabajo de los postuladores.
Para empezar, es importante saber quién es un postulador. Es la persona que conduce una causa de beatificación o canonización a través de los procesos judiciales exigidos por la Iglesia Católica Romana. Según la Santorum Mater –que es la instrucción para dirigir las investigaciones diocesanas sobre las Causas de los Santos–, el postulador debe ser un experto en teología, derecho canónico e historia, así como tener familiaridad con los procesos de la Congregación para las Causas de los Santos (artículo 12 §4).
Aún así el trabajo de la postulación es ante que nada una actividad de colaboración: una parte importante de su labor consiste en coordinar y orientar lo que viene del pueblo de Dios, que es el verdadero protagonista cuando se trata de lanzar una causa de beatificación y canonización. Será siempre el obispo diocesano el que tome la iniciativa pero su primer deber es cerciorarse de que el candidato goza de una firme y difundida fama de santidad en medio del pueblo cristiano (Sanctorum Mater 7 § 1). Si falta este fundamento, no debe iniciarse ningún proceso.
La fama de santidad del siervo de Dios es, por tanto, la chispa que inicia el proceso y el elemento que lo sostiene. Pero, ¿qué significa «fama de santidad»? La fama de santidad es la opinión generalizada entre los cristianos acerca de la pureza, la integridad de la vida y la práctica heroica de las virtudes cristianas del Siervo de Dios (art. 5, § 1). Esta fama de santidad debe ser estable, espontánea y generalizada (art. 7, § 2). Es primeramente el pueblo de Dios quien tiene que reconocer la vida del siervo de Dios como ejemplar y digna de imitación y estar dispuesto a invocarlo como intercesor.
En el caso de nosotros los Misioneros de la Consolata, igual tenemos un papel que desempeñar. Si consideramos que para uno de nuestros hermanos merece la pena emprender una causa de beatificación, de nosotros depende en buena parte que sean reconocidas sus cualidades por el pueblo de Dios al que servimos. Sus vidas, su ministerio y su servicio deben estar vivos en la mente de las comunidades cristianas y sólo así el pueblo podrá identificar el valor o la santidad de un hermano y considerarlo digno de interceder por las necesidades de todos.
El papel de todo misionero de la Consolata, en relación con este tema, es, por tanto, ante todo ayudar a la Dirección General a identificar, en las distintas partes del mundo en las que trabajamos, a las personas que han vivido de manera heroica su compromiso misionero, pero también difundir entre los fieles cristianos el recuerdo positivo de nuestros hermanos difuntos. Si somos nosotros los primeros que hablamos mal de nuestros hermanos fallecidos… ¿cómo podemos pedir luego a los cristianos que los invoquen? El pueblo de Dios vive muy pendiente del testimonio de sus ministros, lo que decimos de los demás cuenta mucho. Si siempre hablamos llenos de negatividad, ¿cómo podemos inspirar confianza en otros cristianos acerca de la bondad de un determinado misionero?
Hay también un tercer aspecto que es importante: vivir nosotros mismos una vida ejemplar. No podemos olvidar que el pueblo de Dios ve en nuestros santos lo que ve en nosotros. Si nuestra vida no es atractiva, ¿cómo podemos convencer a los cristianos de que un misionero fallecido de nuestra congregación vivió una vida ejemplar? Es probable que los cristianos asocien la imagen de nuestra vida con la del hermano que queremos presentar a la beatificación, por lo que si hay algún mal ejemplo nuestro, se corre el riesgo de arruinar las posibilidades de muchos misioneros que realmente han vivido una vida admirable.
Cada uno de nosotros tiene el deber de demostrar unidad y armonía en la comunidad que se nos ha asignado; la forma en que vivimos nuestra vida comunitaria es fundamental. Jesús mismo enseñó a sus discípulos que la gente los reconocería como tales si se amaban los unos a los otros (Jn 13,35). Amarse los unos a los otros era, pues, un criterio y un medio de evangelización. Es posible vivir una «buena vida» como misionero, pero no ser un miembro significativo en la comunidad.
Todos hemos conocido a misioneros que hacían mucho, pero vivían solos. El pueblo de Dios está muy atento a estas cuestiones, por lo que cualquier asunto que parezca contradecir las enseñanzas de Cristo se convierte en motivo para cuestionar la supuesta santidad de esa persona en concreto. Esto explica por qué nuestras vidas deben ser lo más auténticas posible.
Al comienzo del nuevo año, la oficina de la postulación invita a cada uno de nosotros a ser más proactivo y partícipe en las actividades de la postulación, cada cual desde el espacio misionero en el que se desempeña.
* Padre Jonah M. Makau, IMC, Director de la Oficina Histórica y Postulador.