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En un mundo marcado por la individualidad, la mesa se erige como un lugar de encuentro donde se forjan lazos de pertenencia y gratitud
Basta observar a los niños alrededor de una mesa, compartiendo y partiendo el pan, para comprender la profunda enseñanza de Jesús: un pan entero no tiene el mismo significado que uno partido. El pan, para ser pan, debe ser partido, repartido, compartido y disfrutado en comunidad. Este acto, más que una simple acción, se convierte en un comportamiento de la vida cristiana: vivir con el corazón abierto, generosidad y en comunión con los demás.
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Al sentarnos a la mesa con otros, reafirmamos nuestra pertenencia a algo más grande que nosotros mismos, la familia, la ciudad, el pais, el planeta tierra. La mesa se transforma en un lugar de encuentro donde se forjan lazos de pertenencia y comunidad. En un mundo cada vez más marcado por la individualidad y el aislamiento, la mesa nos propone, una vez más, la salvación.
Cada vez que nos sentamos a la mesa, somos invitados a participar en un ejercicio de gratitud y generosidad. Compartir la comida es una forma de reconocer y agradecer los dones que hemos recibido. Nos enseña a valorar lo que tenemos y a estar dispuestos a compartirlo con los demás. Este acto de compartir va más allá del simple intercambio; es un gesto de hospitalidad y generosidad pura. La mesa nos recuerda que la comida es un regalo de la “Madre Tierra”, y debemos recibirla no como un derecho, sino como un don que merece ser compartido con todos los seres humanos.
No basta con comer; es esencial aprender a saborear. No solo tenemos dientes para masticar, sino también papilas gustativas para desgustar, para disfrutar de los sabores y apreciar la bondad de los alimentos. Saborear con atención nos permite darnos cuenta de la calidad del alimento y nos conecta con la “bondad de la vida” y hacer comunion con el presente y el pasado. Es una invitación a vivir con mayor conciencia, gratitud y sabiduría.
El sueño ancestral de Jesús era que todos los pueblos y culturas se reunieran alrededor de una mesa para compartir el pan. Hoy en día, este sueño se hace realidad en muchos hogares, ambientes laborales, donde la multiculturalidad enriquece nuestras mesas y nos abre a nuevas experiencias de gustos y sentidos. La mesa se convierte en un lugar de encuentro y aprendizaje, donde podemos apreciar las diferencias y encontrar puntos en común. Jesús nos enseñó a amar a nuestros prójimos, sin importar sus orígenes o creencias. Al compartir nuestras mesas con personas de diferentes culturas, estamos aceptado la fretenidad universal.
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Celebrar, en su sentido más pleno, implica reconocer y agradecer los dones recibidos y compartirlos con los demás. Es un recordatorio de que nuestras vidas están interconectadas y que la verdadera felicidad se encuentra en la comunión y la generosidad. Jesús nos invita a vivir cada día como una celebración de la vida, y de los dones que hemos recibido, compartiendo estos dones con aquellos que nos rodean. La mesa nos abre a la Eucaristía, a la celebración comunitaria. La Eucaristía ilumina nuestra vida cotidiana. Celebrar el sacramento nos inscribe en una existencia marcada por la bendición y la ternura de Dios, llevándonos a optar por otro mundo posible y reafirmándolo en las mesas cotidianas.
Al partir y compartir el pan, estamos viviendo el mensaje de Jesús y encontrando el verdadero significado de nuestras vidas. La mesa se convierte así en un símbolo poderoso que nos invita a la comunidad, la gratitud, la generosidad, el aprendizaje y la celebración. Que nuestras vidas sean como la mesa de Jesús: un lugar de encuentro, un espacio para contribuir, un sitio para retirar y recibir, donde celebramos y acojemos la propuesta de jesus Reconocer un padre y a los otros mis hermanos.
*Francisco Martínez es Laico Misionero de la Consolata colombiano, en el Kenia – África