El hombre que eligió solo a Dios en todo y siempre

Sor Pier Firmina Ravizzotti ingresó en el Instituto de las Misioneras de la Consolata en 1962 e inició una filiar relación con el Padre Fundador. Después de su formación de base y algunos años de servicio en Italia, en 1977 partió para el Kenia, donde trabajó con competencia y entusiasmo en la educación.

Por Pier Firmina Ravazzotti *

Quebrantos de salud la obligan a regresar a su patria. Mientras recibía su tratamiento sirvió en la Oficina de Prensa y el Centro de Estudios Sor Irene Stefani.

Una vez recuperada partió nuevamente para África, esta vez, para Tanzania donde se desempeñó en la pastoral, especialmente en la formación de catequistas y la promoción de la mujer. Por petición del embajador italiano en Tanzania, durante un período, dirigió el jardín de infantes y la escuela primaria para italianos, en Dar-es-Salaam. 

A finales de 2004, de nuevo la frágil salud la hace regresar a Italia. Colaboró en la animación misionera hasta que se vio obligada a parar y retirándose a la casa de Venaria Reale, en Turín, donde murió el 20 de diciembre de 2009.

De una conferencia suya en la conmemoración del 72º aniversario la muerte del P. Allamano, que realizó en Tanzania, el 16 de febrero de 1998, extraemos este amable y familiar testimonio. 

¿Padre “perfecto” o humano?

Soy originaria de Monferrato, nacida entre viñedos como el P. Allamano y aun así, cuando ingresé, tuve que hacer un esfuerzo de inculturación no indiferente, casi igual al que son sometido los y las jóvenes provenientes de otras nacionalidades. Se me decía: “Esto es lo que hizo el Padre; quería que se hiciera de esta manera; él no quería este puesto; no le gustaba esa expresión; si él estuviera aquí, te desaprobaría; era estricto, intransigente, perfecto…”. Claro que ya se hablaba de su espíritu de dulzura, de comprensión, de paternidad, pero, tal vez debido a mi naturaleza más bien independiente, alérgica a las imposiciones de “fachadas externas”, desprovista de toda diplomacia, me apropié de un “retrato” del Padre perfecto, bien enmarcado, más que de su corazón.

El cuadro perfecto se resquebraja

De vez en cuando, sin embargo, alguna piedrita rompía el vidrio de la pintura. Por ejemplo, la amistad entre el Señor Rector del Santuario de la Consolata y mi abuelo materno, hombre sencillo y bromista, entonces administrador del bar Consolata, en la esquina de “Via delle Orfane”. Todas las mañanas miraba impaciente su reloj para estar, invariablemente, en la puerta y saludar al Canónigo que regresaba de la catedral, intercambiar algunas palabras y, de pronto, convencerlo de que entrara a tomar un capuchino caliente. Hablando de él mi abuelo decía “al Canonich a l’era al preive piì simpatich cai fuisa” (en piamontés), “es simpático” no santo. Toda mi familia lo tuvo siempre como confesor o consejero. César, hijo de la familia, siendo seminarista pasó por una crisis y fue orientado por él que le profetizó: “¡Continúa! Tendrás larga vida sacerdotal y abundantes frutos”. Hoy, el P. César, con 92 años, es capellán de una residencia de ancianos, sigue haciendo realidad, con alegría, esta profecía: no pasa por allí ningún anciano jubilado que no vuelva a casa reconciliado con Dios.

Para mi abuelo, el Padre Allamano era simpático; con mi madre era comprensivo, ella acostumbrada, desde niña, cuando iba a misa de madrugada, dormirse durante los sermones y las oraciones, a pesar de que le salían ampollas por permanecer, obstinadamente, de rodillas; para mi tío, el P. César, era “alguien que va al corazón de las cosas, sin perderse en pequeñeces”. 

De mi cuenta, como joven religiosa profesa, cuando tuve la oportunidad de acercarme informalmente a algunas “veteranas” que habían conocido personalmente al Fundador, ya no fueron piedritas sino manotadas de cascajo que resquebrajaban el retrato perfeccionista del Padre. Empecé a darme cuenta que eso de “hacerse todo para todos, débil con los débiles, fuerte con los fuertes”, no era una prerrogativa exclusiva de San Pablo. Allamano había hecho de ese testimonio un facsímil extraordinario. ¿Quién hubiera esperado, por ejemplo, de un personaje así, esa sonrisita de comprensión, casi de guiño, dada a la fogosa postulante que, encargada de vender objetos religiosos fuera del santuario y reprendida por la señorita Perlo por no vender lo suficiente, había respondido, sin darse cuenta de la llegada del Rector, que había venido a ser misionera y no vendedora ambulante? Ese fue el último año en que las postulantes fueron asignadas a esta tarea.

A destruir por completo ese retrato y dar cabida a un rostro nuevo del Fundador, me ayudó la Hna. Tarcisia Imboldi, con quien tuve la gracia de convivir algún tiempo después de mi primera Profesión. Un día me contó que, siendo todavía postulante, al regreso de una de esas caminatas de entrenamiento para el África, bajo un sol abrasador y sin entretenimiento alguno, el grupo se había encontrado, de repente, a orillas del rio Dora, en un lugar muy apartado. El agua era clara y fresca. Yo miraba el agua pasar y, de pronto, como hábil nadadora, me zambullí, con el vestido negro de lana y la capa incluida. Después de todo, aquí estoy, ¡feliz, chapoteando por encima y por debajo de las frescas aguas de la misión!

En su narración, omitió los gritos, los sustos y las órdenes de salir. Sólo recordó que, una vez en la orilla, chorreando agua, había escuchado, como en un sueño, la voz tranquila y firme de la asistente, casi de su misma edad: “No sé qué decirte. Irás directamente a la Consolata y te presentarás al Padre Fundador, le contarás lo sucedido y él decidirá qué hacer”. ¿Cuál no fue el asombro de la nadadora al ver en el venerable rostro del fundador algo que, en su opinión, se asemejaba a una sonrisa divertida?

– ¡Entonces eres una experta nadadora!

– Sí, padre, en mi familia todos hemos aprendido a nadar.

– Bueno, le dirás a la asistente que te acompañe nuevamente a ese lugar reservado, y allí enseñarás a tus compañeras un poco de natación, porque les puede ser útil en la misión y, por el amor de Dios, dile que compre algo más adecuado para tal fin: ¡ese vestido pesado, simplemente no te queda bien! 

– Concluye Sor Tarcisia, con cierta satisfacción, su risita divertida era inconfundible.

Este extraordinario y venerable Fundador del Instituto Misiones Consolata era un hombre, uno como nosotras. Fuerte y decidido, lo pedía todo para la gloria de Dios. Nunca se dejó atrapar por esa maraña de sentimientos humanos ni aspiraciones divinas que solo se desenredarán completamente al final de esta aventura terrena. Dios en primer lugar.

* Sor Pier Firmina Ravazzotti, misionera de la consolata 1943 – 2009

Artículo publicado originalmente en la revista Dimensión Misionera (clic para ver)

Dimensión Misionera N° 349.
Edición especial dedicada a José Allamano

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